jueves, 3 de julio de 2008

Francis Ponge: poeta honoris causa de las cosas


Francis Ponge, el conocido rector honorario de las cosas ha ejercido con la literatura la impensada dictadura, un continuado e implacable dominio de las cosas.
La poesía de Ponge no admite deformaciones ni adiciones subjetivas o sentimentales. Ser una mirada antes que una sensibilidad. Donde los objetos son a la vez una solución y una lección. Solución en el sentido de que el mundo de las cosas suprime toda inquietud.
Por ello el poema debe ser accesible a todos, tan reconocible como el objeto mismo. Una belleza hecha de exactitud y objetividad es una forma de la justicia. He aquí la lección y su moral inseparable. Desde luego, el desafío de las cosas hacia el lenguaje presupone una puja permanente, pero, cualesquiera sean las intenciones, la obra vale lo que vale su lenguaje.
A Ponge no le interesa una ocasional posesión del objeto. Busca antes que nada una concentración de lo finito en lo infinito. Un infinito que no atenta con su desmesura o su turbulencia.

Vantongerloo


Participó en la Revista Arte Madí Universal. Cuando lo conocí personalmente fue como una especie de peregrinaje a las fuentes.
Para 1963, cuando vivía en París, solía recibir su visita.

miércoles, 2 de julio de 2008

Andre Malraux

Mi primer encuentro personal con André Malraux tuvo lugar a fines de 1963, para presentarle mis saludos oficiales como comisario de arte de la exposición Arte Argentino Actual, que se realizó en el Museo Nacional de Arte Moderno de París entre diciembre de 1963 y enero de 1964.
Mi segundo encuentro con el autor de El museo imaginario se verificó en oportunidad de la inauguración de esa muestra, pocos días después, y puedo asegurar que la suya no fue una visita protocolar y motorizada. Malraux se detenía frente a cada obra y ejercía su autoridad crítica a través de los juicios que no siempre coincidían con los míos. Su balance, sin embargo, nos resultó plenamente favorable: lo que había visto le permitía afirmar que el meridiano cultural de Latinoamérica pasaba por Buenos Aires, y que esta exposición era un sugestivo reflejo de la vitalidad plástica en el Río de la Plata.
El tercer encuentro en su gabinete de trabajo fue intenso, como debía esperar. Yo había llegado con deseos de convocar en un solo haz al novelista, al estetólogo, al hombre de acción, al miembro creador de las Casas de la Cultura y al pensador de los grandes discursos de Atenas, Brasilia y Nubia, el mismo que había reflexionado con lucidez y paradojal escepticismo sobre las grandes peripecias del espíritu y de la condición humana, y no estaba dispuesto a irme con las manos vacías.
Hombre trágico, preñado de lucidez sin fe, Malraux trató de rebasar los límites de su propia grandeza, a través de una labor cultural (de una dramatización participativa de la cultura) que partía de admitir que la grandeza de algunos incluye misteriosamente el testimonio de todos. Si el sentido de la vida es encontrar bienestar y felicidad, él se ocupó de otras cosas que consideró fundamentales.
De la mano de Malraux he transitado por el desorden y las alegrías de dos o tres mundos: he chapoteado en el futuro y me he salpicado, fragmentariamente, con sus luminosas obsesiones. ¿Cómo podré desandar ahora el camino de regreso? Después de esta entrevista quemé mis naves; y no se quemaron, ardieron, en verdad, como gotas de alegría y de lúcido esclarecimiento.

Jean Paul Sartre: el hombre que hizo retroceder al miedo

París, 7 de noviembre de 1980. Otoño. Monocorde opacidad. La mañana se desencadenaba en las calles y las hojas anónimas, todavía vibrátiles, reclamaban otro suelo, quizás otra suspensión. Tenía concretada una entrevista con un profesor de Filosofía que la lupa monstruosa de la gloria deformaba a su antojo.

Escalé el cuarto piso de su casa situada en la rue Bonaparte. De pronto, en el palier, un gran armario cerrado me salió al paso. Jean-Paul Sartre fue a mi encuentro, me saludaó cordialmente y me introdujo en una habitación cuya ventana daba sobre la iglesia Saint Germain des Près. Su voz era grave, profunda, de neta articulación. De baja estatura, miope sin remisión, todo él envuelto en un aire de comunicativa y alerta generosidad.

Comprobé que los cincuenta y cuatro años de Sartre representan un verdadero torrente de influencias y una honestidad literaria sin precedentes. Jean-Paul Sartre en lo cotidiano impresionaba por su completa sensación de plenitud sin atropellos, como nuestra primera y larga conversación. Cuando desciendo las escaleras me invadió una fiera aprensión de estar conmigo, para escribir sobre el ser y el estar de un hombre en el que cada pensamiento-acto es una luminosa respuesta.

Jean-Paul Sartre hace retroceder el miedo, como Camus y Malraux, cuando afirma que no hay un determinismo salvador, y que el destino del ser humano es formularse permanentemente. Es su propio legislador y debe elegir sin intermediarios. No elegir es otra forma de elección.

Es el autor comprometido con su tiempo y lo avala su condición de magister de la filosofía existencialista.