París, 7 de noviembre de 1980. Otoño. Monocorde opacidad. La mañana se desencadenaba en las calles y las hojas anónimas, todavía vibrátiles, reclamaban otro suelo, quizás otra suspensión. Tenía concretada una entrevista con un profesor de Filosofía que la lupa monstruosa de la gloria deformaba a su antojo.
Escalé el cuarto piso de su casa situada en la rue Bonaparte. De pronto, en el palier, un gran armario cerrado me salió al paso. Jean-Paul Sartre fue a mi encuentro, me saludaó cordialmente y me introdujo en una habitación cuya ventana daba sobre la iglesia Saint Germain des Près. Su voz era grave, profunda, de neta articulación. De baja estatura, miope sin remisión, todo él envuelto en un aire de comunicativa y alerta generosidad.
Comprobé que los cincuenta y cuatro años de Sartre representan un verdadero torrente de influencias y una honestidad literaria sin precedentes. Jean-Paul Sartre en lo cotidiano impresionaba por su completa sensación de plenitud sin atropellos, como nuestra primera y larga conversación. Cuando desciendo las escaleras me invadió una fiera aprensión de estar conmigo, para escribir sobre el ser y el estar de un hombre en el que cada pensamiento-acto es una luminosa respuesta.
Jean-Paul Sartre hace retroceder el miedo, como Camus y Malraux, cuando afirma que no hay un determinismo salvador, y que el destino del ser humano es formularse permanentemente. Es su propio legislador y debe elegir sin intermediarios. No elegir es otra forma de elección.
Es el autor comprometido con su tiempo y lo avala su condición de magister de la filosofía existencialista.
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